¿Qué diría el Príncipe Feliz?

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Fragmento del cuento

En el año 1888, el poeta y dramaturgo irlandés Oscar Wilde publicaba una colección de narraciones titulada “El Príncipe Feliz y otros cuentos”; una de las mayores obras infantiles de la historia. Contiene cinco cuentos mundialmente conocidos, y en este blog me voy a centrar en el que creo es el mejor del grupo: “El Príncipe Feliz”. El desarrollo de esta historia tiene como enfoque principal la estatua del Príncipe Feliz; así como también su vida, sus lamentos y sus anhelos.

Es un obra rápida de leer pero tiene un trasfondo hermoso, y por eso se encuadra dentro de la categoría de “cuento moralista”. Su objetivo es la transmisión de valores y principios éticos a niños, y lo logra de una manera tan fantástica como sólo Oscar Wilde podría hacerlo. Aunque hay un detalle que cabe resaltar: la profundidad del mensaje que contiene la historia queda oculto hasta cierta edad. Leer un mismo texto en dos etapas diferentes de nuestra vida es, básicamente, leer dos textos distintos. O al menos en mis experiencias se repite esa situación.

Cuando uno lee en la niñez se enfoca en determinados aspectos, como los personajes y los hechos; pero tratar de ir más allá, buscar aquello que no se visualiza a simple vista, es un poder que se alcanza en la adolescencia. Releer obras que marcaron nuestra infancia nos vuelve conscientes de nuestra realidad actual, de la madurez que alcanzamos. Es un ejercicio introspectivo que vale la pena realizar.

La primera vez que leí “El Príncipe Feliz” tenía 9 años y recuerdo que no me generó mucho entusiasmo. Era un cuento corto, con pocos personajes, con una trama sencilla; demasiado fácil. No fue hasta este año (diez años después de la primera vez) que descubrí la grandeza de este cuento, la cual verdaderamente es merecedora de ser difundida. En estos tiempos de incertidumbre generalizada, como consecuencia de la pandemia, debemos luchar para que las sociedades de todo el mundo fomenten sus valores más solidarios. Más que nunca los pueblos tienen que unirse detrás de objetivos en común, y en definitiva este cuento es un llamado a reflexionar sobre ello.  Así que quiero hacer un breve resumen para quienes no hayan tenido la oportunidad de leerlo.

El Príncipe Feliz había crecido rodeado por los inmensos muros del Palacio de la Despreocupación, donde las penas tenían prohibida la entrada. Durante el día jugaba con sus compañeros en los inmensos jardines, y en la noche bailaban todos juntos en el Gran Salón. Sin preocupaciones y tristezas; esa era la realidad de ensueño en la que había pasado toda su vida. Y era justamente por ello que sus súbditos le habían dado ese apelativo tan especial, el de “Príncipe Feliz”. Su corazón siempre fue íntegro y radiante, tal vez porque jamás sintió curiosidad por conocer lo que había más allá de esa gran pared que lo protegía. Pero ahora ya no era el mismo. Ahora tenía un corazón hecho de plomo y los pies clavados a un pedestal. ¡Ahora era una estatua!

 

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Estatua del Príncipe Feliz

Así es: el Príncipe Feliz, criado entre lujos y demás placeres, ahora era un monumento más de la ciudad. Estaba hecho de metal y recubierto con una fina capa de oro, sus ojos eran dos zafiros y en la empuñadura de su espada brillaba un gran rubí. Desde el lugar en donde estaba posado tenía una vista inigualable, se había convertido en testigo de lo que pasaba en cada rincón de la ciudad. Y cuanto más miraba más se desmoronaba la felicidad que guardaba en sus recuerdos: pobreza, hambre, violencia, enfermedades, corrupción, indiferencia, egoísmo y demás penurias y desigualdades configuraban ahora la nueva realidad del Príncipe Feliz.

El otro personaje de esta historia era la golondrina. Todos los años, aproximadamente en septiembre, las golondrinas que habitan en Europa y Oriente Medio inician su extensa migración hacia África. Lo hacen conformando grandes grupos ya que, de esa manera, aumentan sus probabilidades de conseguir alimentos y protegerse. Su instinto natural de supervivencia va en contra de la soledad. Pero nuestra protagonista no era una simple viajera, era un ser apasionado y valiente. Sus compañeras habían partido hacia Egipto seis semanas atrás, pero ella se había quedado por amor; por ilusión.

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Ilustración de la golondrina

La golondrina se había maravillado al ver un junco mientras sobrevolaba las orillas del río, pero este amor no terminaría de la mejor manera. Cuando la golondrina decidió seguir con su viaje, el junco, arraigado a su hogar, se negó a acompañarla. Así que esa noche, con frío y con el corazón destruido, la golondrina comenzó a buscar lugares para pasar la noche a resguardo. Entonces vio la estatua del Príncipe Feliz y le pareció un sitio adecuado para descansar. Posada a sus pies, y a punto de poner su cabeza debajo del ala para dormir, comenzó a sentir gotas que le caían encima. Desconcertada, porque no había un clima tormentoso, miró hacia arriba y fue cuando vio los ojos del Príncipe llenos de lágrimas.

-¿Quién eres?- le preguntó.
-Soy el Príncipe Feliz.
-¿Pero, si eres el Príncipe Feliz, por qué estás llorando?. Casi me empapas.

Entonces el Príncipe le contó su historia y el porqué de sus lágrimas: en un callejón de la ciudad había una casa muy pobre, en la cual vivía una costurera junto con su hijo. El niño estaba en la cama con fiebre y pedía naranjas, pero su madre sólo podía darle agua. Así que el Príncipe aprovechó la presencia de la golondrina para materializar una idea que había tenido. Si les llevaba el rubí que tenía en su espada podrían mejorar su situación, o al menos tendrían para comer.

La golondrina debía continuar con su viaje, pero el noble acto del Príncipe hizo que se quedara una noche más. Así que tomó el rubí y voló hasta la casa de la costurera. La noche siguiente la historia se repitió. El Príncipe le pidió a la golondrina que le sacara un zafiro y se lo entregara a un joven escritor, el cual debía terminar una obra pero el hambre y el frío se lo impedían. Así que, nuevamente, la golondrina ayudo al Príncipe y llevo la piedra a destino. Después lo hizo con el otro zafiro, y el Príncipe Feliz quedó ciego. En esta ocasión la joya era para una niña que vendía fósforos, pero como se le habían caído en el agua ya no eran útiles.

Ahora que el Príncipe ya no podía ver, era trabajo de la golondrina reconocer las necesidades más urgentes. Así que voló sobre la ciudad buscando a quien necesitara ayuda, y luego de un tiempo observó a dos niños hambrientos caminando bajo la lluvia. Ya sabía cual sería el próximo gesto solidario y volvió con el Príncipe para contarle.

-Estoy cubierto de oro fino -dijo el Príncipe-. Debes quitármelo lámina a lámina y llevárselo a mis pobres. Los vivos creen que el oro produce felicidad.
Lámina a lámina, la golondrina fue sacando el oro, hasta que el Príncipe quedó oscuro, deslustrado.
Y lámina a lámina fue repartiendo el oro entre los pobres. Los rostros infantiles se sonrosaron, y los niños, riendo, jugaron por las calles de la ciudad. -¡Ahora tenemos pan!- gritaban.

La golondrina, que debía partir hacia Egipto, tenía cada vez más y más frío pero no quería abandonar al Príncipe. Finalmente comprendió que estaba a punto de morir, y sólo le quedaba la fuerza suficiente para volar hasta su hombro una vez más. Luego de despedirse y besarlo, cayó muerta a sus pies y en ese momento un extraño crujido sonó en el interior de la estatua. Su corazón de plomo se había partido.

La historia termina con el alcalde y los concejales de la ciudad que, mientras paseaban, vieron el estado en el que se encontraba la estatua y decidieron sacarla para colocar otra. Mientras la fundían se dieron cuenta que el corazón de plomo no podía destruirse, y lo arrojaron a la basura. Despojado de todas sus riquezas y totalmente olvidado, así fue el penoso desenlace del Príncipe.

-Tráeme las dos cosas más hermosas de la ciudad- le dijo Dios a uno de sus ángeles; y el ángel le llevó el corazón de plomo y cuerpo sin vida de la golondrina.

Esta es una de las pocas historias infantiles que rompe con la estructura clásica del final feliz, porque lo que en realidad busca es impactar; dejar una huella indeleble en el lector. El hecho de que su trama siga tan vigente, después de 132 años, nos obliga a hacer un análisis crítico sobre las realidades que tenemos. Este año, trastocado por la pandemia, nos abre una oportunidad irrepetible para decidir cuál será el futuro de la humanidad. Oportunidad que, en muchos países, no está siendo utilizada para generar cambios sustancialmente profundos. Amparados en las libertades democráticas y los derechos humanos tenemos la posibilidad, y también el deber, de poner en discusión problemáticas históricas que nunca han sido tratadas de la forma correcta.

La malnutrición infantil en el mundo, el desempleo, la falta de acceso a la educación y a los sistemas de salud, las vulnerabilidades de los refugiados, la crisis climática, los conflictos bélicos, la inequidad de género, etc; son algunos de los temas más urgentes en la agenda internacional.

Y en este punto es donde entramos los jóvenes, porque soy un gran creyente de que la solución a muchas de esas cuestiones va a depender de nosotros. Creo que nuestras ideas y formas de ver el mundo deberían ser más escuchadas y tomadas en consideración. La consciencia climática, la facilidad de transmitir pensamientos a través de las redes sociales, el respeto a la diversidad de género y la gran predisposición para ayudar son algunos aspectos que tenemos a nuestro favor; y en base a los cuales podemos construir sociedades más comprensivas y solidarias.

El mundo nos necesita, y tenemos que unirnos para revertir la mayor cantidad de problemas posibles. Es inmoral que miremos para otro lado como lo vienen haciendo la mayoría de los miembros de las generaciones anteriores. El cambio está en nosotros, y sé que suena a cliché pero verdaderamente lo creo.

Para finalizar, y en respuesta al título del blog, pienso que el Príncipe Feliz nos diría que repliquemos sus acciones; nos invitaría a imitarlo. Ya sea realizar donaciones, ser voluntario en un comedor, ayudar con las tareas a los niños, enseñarle a un adulto mayor a utilizar tecnología o simplemente compartir una publicación para visibilizar un problema; todo cuenta. En una etapa donde la humanidad está atravesada por la indiferencia y el egoísmo, cada acción, por más mínima que sea, hace un diferencia.